martes, abril 5

Los otros karaokes


Si algo hay que agradecerle al karaoke es haber entregado al mundo una metáfora rotunda de la medianía: lo de subir al escenario de una tasca o un bar para, entre desgarradores extravíos vocales, imaginar que se interpreta “Rapsodia Bohemia” con una habilidad semejante a la de Freddy Mercury, es un delirio que se repite en muchas otras situaciones y de muestra el caso del pintor callejero que procura reproducir el Ávila en su tela. Con afán esparce sobre el lienzo los matices relativos a la vegetación más los azules del cielo y de las nubes que le proporcionen al conjunto ese toque colorido tan solicitado por la clientela, compuesta mayoritariamente por los peatones que atraviesan la plaza; tras varias horas de actividad, el ejecutante despide un suspiro que combina la satisfacción y el orgullo ante su obra modesta, simpaticona, hasta bonita si uno no se pone muy exigente, pero que ni de lejos es un Cabré pues ya es lo que es, un karaoke de Cabré.
¿Qué es acaso ese monigote colocado frente a la sede de PDVSA en la Libertador sino un desconcertante karaoke de escultura? ¿Qué hace un jefe que improvisa cada paso y no delega? Pues ninguna otra cosa que un karaoke gerencial. Y en la literatura, ni se diga, a cada momento caen en nuestras manos simulacros de García Márquez y Vargas Llosa, cuyos autores están convencidísimos de compartir el talento de los originales pues, al igual que en el canto fulminante sobre una tarima, los otros karaokes también cuentan con ingredientes que alimentan la ilusión.
Está el público, casi siempre integrado por familiares y amigos que aplauden la acometida del hipotético genio a quien hay que reconocerle, eso sí, que derrocha valor y poco teme al ridículo. Pisar el escenario y encontrarse ante un auditorio espléndido lo extravía de la realidad, suministra los materiales básicos para que el soñador crea firmemente en su sueño, cosa muy buena pues hay que gozarse el momento; pero la tragedia (y todo karaoke, con su insolvencia para igualar el virtuosismo del maestro, es ya una tragedia) recrudece cuando el intérprete baja del escenario para seguir tomándose muy en serio su actuación, las luces sobre los logros precarios encandilan el entendimiento y el soñador continúa presumiéndose el Pavarotti de la arquitectura o el Picasso de la pastelería.
Quienes gusten cantar en la ducha que permanezcan ahí, en la ducha, o si es mucha la audacia tienen pleno derecho de tomar el micrófono en una tasca, no hacen ningún mal con ello, claramente se trata de una experiencia inofensiva. Peligrosísimos son algunos de los otros karaokes, el sujeto que abarrota de comida el refrigerador pero que renuncia a tomar a sus hijos entre los brazos, lamentable karaoke de la paternidad, ni hablar de las confusas versiones de la amistad o del gobernante que apenas llega a estridente eco de estadista; ah, y el amor, no hay balada más difícil de entonar; por mucho que aspiremos al dominio absoluto en este campo, hay días en que desafinamos las notas o apenas se escucha un descorazonado tarareo interpretado a dúo.

Ilustración: Irene Pizzolante
irenepizzolante@gmail.com
http://irenepizzolante.com

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