
Así se lo digo al amigo. “Mollejúo”. Me mira con extrañeza. Yo no encuentro mejor término para exponer la impresión generada por ese sinfín salado, y me impongo la tarea de averiguar los orígenes de la elocuencia de la molleja, palabra que, si a oír vamos, está lejos de ser la más sublime. Descubro entonces que así se le llama al segmento digestivo con que los peces, ciertos reptiles y algunas aves trituran finamente los alimentos, y que tan bien sabe en guisos y sopas. Los primeros zulianos, afanados en la pesca y la ganadería, se maravillaron ante las posibilidades culinarias de esta delicia que de las aguas y de los pastos saltó a la mesa y de allí a expresar cualquier situación que sobresalte las entrañas porque molleja es también una glándula timo próxima al corazón y emparentada con el griego thumos, de donde se deriva el alma, la ansiedad, el deseo y todas esas tribulaciones que se desatan en los rincones del pecho.
El aislamiento aplicado por las elevaciones andinas por un lado y el lago desde el extremo oriental, amuralló por largo tiempo las maneras orales del zuliano; luego -afirma Antonio Romero Prieto, lingüista y profesor jubilado de LUZ- el boom petrolero, los aviones y la apertura del Puente “General Rafael Urdaneta” le abrieron el paso a un lenguaje “culto” que procuró desplazar los localismos y estos huyeron azorados a protegerse en las conversaciones de confianza. De allí que el maracucho criado en el voseo tutea para marcar distancia -rasgo que delata, también, una vergüenza turbia-; pero una vez tocado por el afecto, el maracucho sella la amistad con un cálido “vos”.
Además de expresión admirativa equivalente al “¡na guará!” larense o el “¡caracha negro!” del llano, el “molleja” actúa como artículo, adjetivo, verbo o cualquier otro ingrediente de una frase; su versatilidad -apunta el escritor y estudioso del lenguaje José Rafael Hernández Fereira- atraviesa los muros construidos por la Real Academia y, así, el maracucho no corre, se esmolleja; nunca lo gana la locura sino que anda de mollejón; a cambio de una riña arma un mollejero y para olvidar un amor no se embriaga sino que se vuelve molleja.
Más que de lingüística o de regionalismos baratos, hablo de la relación sentimental que nos une a las palabras, de esa íntima e irrenunciable calidez que le da el corazón al diccionario y que a mí me lleva a sentir que como gallitos y no cotufas cuando voy al cine, y nadie me saca de la cabeza que en una busaca entran más cosas y es más resistente que una bolsa. Por eso “mamá” es la palabra más hermosa y cuando una persona me miente, no la envío a destinos insípidos como lo son el infierno y los diantres, qué va; yo mando a esa persona pa´ la verga.
Ilustración: Irene Pizzolante irenepizzolante@gmail.com http://irenepizzolante.com