martes, julio 25

La cuenta




“¿Y en cuánto me saldrá esta gracia?”, piensa uno sobre el tapete de bienvenida porque, para quienes contamos con escasos recursos, el escalofrío de la cuenta se inicia en el mismo instante en que se cruza el umbral del establecimiento, desde donde trazamos conjeturas presupuestarias valiéndonos de indicadores tales como la decoración del sitio, si los mesoneros están uniformados o no, y -ya en la mesa- ese catálogo de traiciones que es el menú. Nuestra mirada escudriña temblorosa, no el inventario de platillos, sino el renglón de precios con el fin de tomar una decisión casi nunca basada en las recomendaciones del chef, sino en las cuatro lochas que llevemos en el bolsillo.
Pero ¡la hecatombe! Hay menús que no traen incorporados los precios, y como un ciego en medio de la autopista ordenamos los nombres menos sofisticados en el precario intento por reducir esa grima que rueda hacia la garganta sin siquiera haber descorchado la botella o saboreado el primer bocado. Imposible olvidarse: con cada visita del mesonero, el espanto vuelve a asomar sus dientes. La compañía, es obvio, establece diferencias. Si se trata de un prospecto amoroso, asumiremos el sacrificio con gallardía, que en estos casos la cuenta ocupa el carácter de una inversión; pero si es la esposita de siempre, exclamaremos sin empacho: “¿Y vas a pedir eso tan caro? ¿Por qué no pruebas mejor el espagueti a la boloñesa, que aquí es riquísimo?”.
La manera de solicitarla se subordina a la calidad del encuentro; si fue ameno, la cuenta constituirá un adiós muchas veces postergado por la del estribo. Aunque si el asunto resultó un fiasco, los contertulios estarán impacientes por pedirla, pero nadie se atreve pues sería admitir públicamente que preferimos ir a ver “Al Rojo Vivo” antes de continuar compartiendo con esta cuerda de pánfilos. Agotados los temas de conversación, la concurrencia improvisa barquitos con las servilletas, hasta que un valeroso arroja la interrogante: “¿Pedimos la cuenta?”, excusándose con que mañana hay que trabajar temprano. “¡Sí, sí, hay que trabajar temprano!”, consiente el resto a modo de coro griego, en un inaudito arranque de entusiasmo laboral.
Sólo si llegara a instaurarse en otro género de circunstancias, la liturgia de pedir la cuenta resultaría deseable. En el transcurso de un amor opresivo, amistades hipotéticas y desaires afines, uno debería disfrutar del privilegio de exigir el saldo adeudado, calcular su contraprestación en gratitud o moneda corriente, y levantarse dejando sobre el mantel la deuda saldada, el 10% para que no nos llamen pichirres, más la certeza de no volver allí de nuevo.

2 comentarios:

Anónimo dijo...
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Anónimo dijo...
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