Admiro
y hasta compadezco a quienes graban en el cine aquellas películas que luego
serán “quemadas” y distribuidas por la buhonería a escala mundial: ser un
camarógrafo pirata requiere de fortaleza e ingenio para llevar a las masas poco
exigentes una clandestina porción de séptimo arte.
Su
primer talento es el olfato para seleccionar la cinta apropiada, aquella que el
gran público desea ver pese a que los conocedores insistan en recomendar algún
aburridor largometraje finlandés. Su elección es el tributo crucial a un éxito
taquillero. Su segunda virtud es la puntualidad para llegar temprano a la sala y
elegir el asiento que reúna la mejor acústica y la distancia ideal con respecto
a la pantalla, ni tan lejos que se vean las lucecitas del piso, ni tan cerca que
la toma se adentre en las fosas nasales de los actores. No siempre es posible.
Toma
asiento. Se inicia la proyección. El camarógrafo pirata se las arregla para enfocar
la imagen y plasmar no solo la película sino toda la ceremonia que comporta ir
al cine: quienes luego vean en casa la grabación, sentirán que esa noche asisten
a la sala; el lente del camarógrafo pirata captura el instante en que los
espectadores rezagados se desplazan hacia sus asientos y cómo en la fila de
enfrente una chica posa su cabeza sobre el hombro del enamorado, oiremos
vívidamente cuando el auditorio ría, suspire o abra el envoltorio de la barra
de chocolate en medio de una atmósfera bastante fiel a la experiencia cinematográfica
que el Blu-ray y los DVDs originales se empeñan en abolir.
Lo
que sigue demanda tenacidad. Comienza a hacer frío en la sala. Pese a estar constipado
(el camarógrafo pirata carraspea, siempre sufre ataques de tos, quizá fiebre),
enfrenta su malestar sin que hasta ahora ningún compañero de sala le acerque un
frasco de Broxol. Cuando protagonistas están al borde del primer beso, la mano
que sostiene el mecanismo se acalambra, le falla el pulso, por momentos las escenas
transcurren entre espasmos y el súbito terremoto desatado a mitad de “Amour” le
imprime una segunda lectura a la historia, un adicional sello de autor derivado
del movimiento de cámara en mano hoy tan en boga.
La
audiencia está sumida en la trama pero nuestro realizador encubierto juzga los
detalles técnicos del film; desaprueba que el director de fotografía eligiera
el plano general cuando un plano medio corto hubiese destacado el busto de
Megan Fox o -el camarógrafo pirata fantasea con que los actores pisan de nuevo
el set para brindar la actuación definitiva- se regocija tras capturar uno de
los sutiles giros histriónicos de Judi Dench. En ocasiones se ve obligado a intervenir
y aunque algunos digan que esa bruma característica de las copias ilegales
ensucia y degrada la versión original, no es más que un filtro superpuesto por
el cineasta bastardo para cubrir una interpretación mediocre o las grietas de
unos efectos especiales no muy bien logrados.
Se
encienden las luces, si al camarógrafo pirata no le gustó la película
renunciará a grabar los créditos finales, guarda en un bolso su calco a mano
alzada del film, y sale a la calle no sin antes saludar con un guiño cómplice
al guardia de la sala.
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