Entre los rascacielos de
la metrópoli pero también por los callejones del pueblo más apartado, afronta
su lucha un paladín que, a diferencia del superhéroe común y corriente, no persigue
combatir el mal ni salvar el mundo: su gesta radica en protegerse a sí mismo y
a los suyos valiéndose del superpoder de la maraña.
Todos conocen a alguien
así, si es que acaso no somos nosotros mismos uno más de estos flexibles acróbatas
que se balancean de una diligencia a otra cuidando de mantener el equilibrio
para no terminar de estrellarse contra el duro suelo de la miseria. Llega el
lunes y El Hombre Maraña salta a las puertas de una oficina de recaudación de
impuestos para ingeniárselas como gestor; el miércoles atiende la instalación de
una llave de paso en casa de un generoso tío, cerrando la semana con un coco de
taxi sobre su vehículo.
Es este titán quien seduce
a su compadre con un “chico, esos cauchos que tienes en el patio están como
nuevos, aún les quedan como 40 mil kilómetros de carretera; dámelos acá que yo
te los vendo por ahí y vamos fity-fity
con las ganancias”. Su súper visión le permite distinguir lucrativos negocios
en donde los mortales solo ven ruinas y de un BlackBerry echado a perder exprime
una surtida gama de repuestos, o -laberínticas son sus transacciones, de ahí el
nombre por el que se le señala- invierte su cupo electrónico de Cadivi para la compra
de pulseras y zarcillos a ofertar entre una clientela que paga tales bisuterías
precisamente con sus cupos electrónicos Cadivi, los mismos que El Hombre Maraña
reinvertirá en la adquisición de licuadoras por eBay y así.
Pero también… ¿ese
desempleado que decide vender milagrosas hierbas adelgazantes no es acaso otro miembro
de esta casta de colosos? ¿Qué cosa es un freelancer
sino un marañero con título de licenciado? No es la industria petrolera y mucho
menos la metalurgia: la maraña es el principal agente empleador en nuestra
economía.
Ninguna historia heroica
está completa sin el elemento del romance. Su mujer en casa es la damisela en
apuros. Y lo alienta cada vez que el adalid llega cansado tras una dura jornada:
“No hay nada en la nevera y los muchachos no han comido”. Claro, las peripecias
para sobrevivir son ejercidas por ambos géneros y, tras enviar a sus tripones a
la escuela, La Mujer Maraña compra coloridos cobertores en el Mercado
Guaicaipuro para revenderlos entre sus amistades o recorre oficinas con un
catálogo de cosméticos entre manos.
Pero nuestro paladín no
está exento de caer en el lado oscuro, en ocasiones la necesidad pasa a ser codicia
y se sabe de casos en que ningún repuesto sacado del BlackBerry sirvió para un
carrizo o que a las manos del compadre nunca llegaron las ganancias correspondientes
por la venta de aquellos cauchos viejos. Entre nosotros no hay apuesta más igualitaria
que el chanchullo y también el ejecutivo o el encumbrado funcionario son a
menudo seducidos por la maraña al servicio de las fuerzas del mal.
Lo que sigue es una
historia de villanos.
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