Sospecho que la visita del
Cirque du Soleil a nuestro país es otro ejemplo de una treta muy común en el
mundo del espectáculo: infiltrarse entre la audiencia de las galas rivales para
conocer sus secretos y plagiarlos en la función propia. Sí, los de du Soleil nos
vienen a espiar porque, comparados con nuestras ejecutorias circenses, la
compañía canadiense no es más que una partida de saltimbanquis.
El primer acto a robar
sería, sin lugar a dudas, la hazaña de los pingüinos de Bon Ice. Dígame usted
si no es una proeza nunca vista que en un país tropical, azotado por un sol que
fustiga las molleras, una multitud de palmípedos gigantes deambule sobre el
asfalto como si nada. Con un derroche de talento mayor al de sus parientes del
Polo Sur o aquellos que bailan en Happy
Feet, del pecho de estas aves marinas y ahora criollas brotan barritas de
Polo Sur en diversos tonos y sabores, lo que presagia el inminente arribo de una
nueva clase obrera constituida por marmotas empanaderas y jirafas limpiabotas.
Entre las
ilusiones locales que hacen lucir al circo de Beijing o al de Moscú como un aburrido montaje de feria, destacan
los malabaristas que bajo los semáforos en rojo elevan columnas humanas o
recuperan del aire tres y hasta cuatro antorchas encendidas, sin que hasta hoy
ninguna doña recién egresada de la peluquería haya denunciado que el escupidor
de fuego le chamuscó el peinado sostenido con laca, químico tan combustible; aunque
el verdadero riesgo comienza cuando toca evadir los guardafangos mientras el
artista extiende las manos hacia los ocupantes de los vehículos, casi siempre
indiferentes ante la maravilla del espectáculo.
Y qué me dicen de
las maromas de los transeúntes del centro de la ciudad para sortear la
mercancía instalada por los buhoneros sobre las aceras, o de las inauditas contorsiones
ejecutadas en la autopista por los vendedores de chucherías y películas
quemadas, para que el tráfico circundante no les lime de golpe los juanetes.
Nuestras madres hacen
magia de todo tipo para abastecer la despensa, entre tanto los zanqueros del
Circo de los Hermanos Gasca se quedan en pañales cuando se les confronta con
los peatones apenas las primeras gotas de lluvia caen sobre la ciudad. Pero ser
circense involucra no solo destreza física sino también mucho coraje y salir a
la calle llevando al cuello una cadena de oro o un teléfono móvil en el
bolsillo, es meter la cabeza en la boca del león (cada vez menos se sale ileso de
esa ceremonia, lo que constituiría un acto de escapismo digno de Houdini). En
fin, en esta gran carpa, desde hace tiempo todos somos trapecistas que recorren
las alturas sobre una cuerda floja, procurando mantener el equilibrio para no caer
de bruces al vacío. Y sin red que atenúe el desplome.
Hay mimos y su
silencio.
También abundan
los bufones, los payasos empeñados en caerle simpático a un rey que ya no
despierta gracia alguna. Ni siquiera risitas nerviosas.
De allí que
muchos hagan maletas para partir, cual hombre bala, rumbo al aeropuerto.
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